lunes, 5 de enero de 2015

La Navidad de mi niñez

En los cuarenta la Navidad era sobre todo época de recogimiento espiritual. El elemento religioso cautivaba el ambiente pero mezclado con el folclor festivo que renacía mágicamente durante esta época. El ambiente parecía despertar musicalmente. Se sentía la Navidad porque reverberaba con melodías que eran exclusivas de la Navidad. Nuestros mejores músicos y nuestra mejor música era la navideña. Y era jíbara casi toda sin que faltara la religiosa de la madre patria. Junto a esa ya empezaba a sentirse algo del Merry Christmas. 

El paladar navideño tenía su particularidad. El lechón se asaba en la casa y en vara. Se criaba y se capaba también allí y había un rito que empezaba con el carbón. El carbón se hacía. Recuerdo las carboneras en los campos; luego la matanza del lechón y el recogido de la sangre. Se pelaba el cerdo con agua hirviendo, y luego se proseguía con la condimentación. Todo se hacía en la víspera. 

Los pasteles navideños eran toda una obra de gastronomía. Se necesitaba hacer una magistral mezcla de carne de cerdo, ajíes dulces, culantro, ajo, sal, jamón, pimiento verde, cebolla, garbanzos, aceitunas, alcaparras, pimientos morrones, sal, yautía, papas, plátanos verdes, calabaza, guineos verdes, leche, manteca y achiote. Luego había que traer las hojas de plátano de la misma finca para envolver y cocinar los pasteles en esa misma envoltura. Sin ellas no había sabor. 

Preparar las morcillas era casi labor de cirugía cuidadosa porque se trataba de un embutido de los intestinos del cerdo con sangre coagulada y mezclada muchas veces con arroz. En fin, el cerdo se usaba casi entero. De su hígado se hacía la gandinga y de sus intestinos (lo que quedara de ellos) se preparaba el cuchiflito. 

Mientras la gente se entretenía en esos menesteres, la alegría, el cantío y el humor resonaban. Los montes servían en ocasiones de eco amplificador. Se escuchaba a veces el cántico quejumbroso del jíbaro que desde la distancia parecía cantarle al Dios de la montaña. La Navidad era ante todo uno de fiesta familiar y vecinal que requería de arte culinario, ingenio musical y la unión de todos.


Pero regreso a mi recuerdos particulares de mis navidades en la década de los cuarenta. Fue en el cuarenta y seis (aproximadamente) que hicimos la importante mudanza de San Germán a Caguas, a la casa de campo. Pero íbamos a San Germán con mucha frecuencia. Beba, Marie y Valentina permanecieron en San Germán por un tiempo. También Celia y Olga, Yuyú y Pedro Pascual, Ricardo y Waded, José y Aurora, don Enrique y doña Rita, don Humberto y doña Bebé; todos ellos parmanecieron en San Germán. 

Ese sí que era un viaje largo y tortuoso. La carretera de Caguas a San Germán no era autopista. Las famosas curvas de Cayey, La Piquiña, eran un recorrido de pesadilla. Menos mal que parábamos en las Tres Tes o en la Floresta a almorzar. El marearse era la orden del día. ¡Qué recuerdos! No me lo quiero imaginar.

La Manguera era centro de gran actividad familiar en tiempo de Navidad. Don Enrique siempre nos recibía con una sonrisa. De doña Rita, ni se diga. Luego con el continuar de  los años íbamos a Ocean Park a ver a Beba, a Miramar a ver a Roberto y Regina (y Robertito, Armando y Carmen Regina); y a Guayama a ver a Enriquito y Viqui y su numerosa famila. 

Visitábamos también a Celia y Olga. Luego se unió a esa familia Dicky y Georgy. Estaba don Dick el padre de los niños.También visitabamos a Pedro Pascual y Yuyú. Jugábamos con Pedro Juan y Maso. Paul y Mary Anne nacieron más tarde (posiblemente después de los cincuenta). Estaban también Ricardo y Waded. Ricky creo que era pequeñito entonces. Estaba Geño y Geñita. Siempre se visitaba en su casa del campo. Valentina era soltera y vivía con Marie y Beba. Recuerdo haber visitado a Oscar y Luz en Aguirre, a Raúl y Evangelina, a Irma y Manolín. Elba Marie Balzac era mi coetanea. Eugene era más pequeño. Los visitábamos en Miramar. 

Mario y Sussie estaban cerca de Manolín. También los visitabamos. Caminábamos por su patio, que era la playa de Miramar. Recuerdo haber visitado a los papás de Waded en San Germán. Una casa muy bonita. Ay, y la casa de doña Bebe y don Humberto. La alegría de ese hogar era cantagiosa. Recuerdo a Pancho y Carmencita. 

Por el lado de los González, estaba Emilio, Cecilia y Turin. Por ahí que caíamos en Maragüez (en el municipio de Ponce) con Frando y Toña o en la ciudad de Ponce con Nolo (Manuel González Pato y Fellita y sus hijos Manuel Rafael y Pilar Cecilia) También estaba Rosa y María del Carmen. Rosa era la prima de mi Madre. ¡Qué muchos recuerdos de la familia! 

Santa ya estaba en Puerto Rico cuando yo era niño. Mi tía Marie nos contaba las historias de Santa con sus duendes y su trineo visitando los hogares de aquellos pueblos de Estados Unidos, todos nevados, vestidos de blanco. Recuerdo al Santa colorado y sonriente entregando regalos. Y los árboles de Navidad.  Creo que todo puertorriqueño de cierto nivel social acomodado soñaba con la nieve, con Santa, con los regalos de Santa y el famoso árbol que se instalaba en cada hogar. 

Para el puertorriqueño arrimado de las fincas, también había regalo, aunque Santa no fuera conocido de la manera que lo conocimos nosotros. Para esos tiempos aparecieron las letrinas en Puerto Rico. Eran letrinas de cemento con todo y cajón de sentadera. Eran regalo del Tío Sam. Y esos campos pobres de nuestra isla recibieron también la inesperada visita de enfermeras americanas. El jíbaro las veía a todas rubias y de ojos azules. Cuántos jíbaros cuentan hoy con cierto agrado aunque con temor la presencia de esas mujeres con el determinado propósito de erradicar las lombrices tan características de los sistemas digestivos de nuestros niños pobres de los campos. Gracias a los purgantes americanos y otros tratamientos venidos del norte se mejoró la salud de esas gentes. Con esas ayudas también vinieron los zapatos. Cada hijo de arrimado recibiría un par de zapatos al año. Y con los zapatos un interesante surtido de alimentos también repartidos a todo campesino que no tuviera tierra ni propiedad. 

En casa se conservó la tradición de los Reyes Magos. La yerba, los camellos, los regalos de los Reyes. Vivíamos una doble Navidad. Las dos tradiciones religiosas por cierto, la de Santa y la de Belén. Una de fin de año y otra del comienzo del próximo. Ambas religiosas. 

Lo que es más curioso, para los cuarenta, había mucha menos población (no llegaba a los dos millones), los campos salteados de arrimados. Había vendedores de huevos, montados en yegua. Se veían las carretas de bueyes y su característico mugir.  Los limber a chavo. No había aereopuerto internacional.¿Qué había? Había muchos cucubanos en las noches, los caculos volaban a millones. Había menos automóviles, los campos llenos de cañaverales, de sembradíos de tabaco y café. Se notaban por todas partes los grandes ranchones de tabaco. Se sentía ese olor fuerte, tanto del tabaco curándose como el del café secándose en el gracil. 

Mucha gente a pie. Se escuchaba el rugiente tronar de los troses llenos de caña durante la zafra. Recuerdo cómo los muchachos del campo se trepaban en los troses para sacar la caña. ¡Cuántas veces me senté a orillas de la vía del tren en Caguas, junto al Río Grande de Loíza a pelar caña y chuparle su dulce! Había cientos de gallineros. Prácticamente cada hogar tenía uno. Pululaban las pequeñas vaquerías. Recuerdo probar la leche frente a la mirada extraña de la madre vaca. La leche  se distribuía en purrones. 

Los perros eran casi todos satos y la mitad tenía garrapatas y pulgas. Eran realengos. Había baños para meter las reses y matarle las garrapatas. Había niguas, pulgas, chinchas, majes, abayardes, alacranes y arañas; había avispas y también abejas. Todos esos animales picaban y formaban parte de nuestra cultura del pequeño temor y de las terribles fobias.

Recuerdo que para la Navidad el gran evento era la Misa de Gallo. Se visitaban los grandes nacimientos en las iglesias y hospitales. Recuerdo ahora el Nacimiento del Hospital de la Concepción. Aunque distante el recuerdo, me vienen todavía a mi mente aquellas imágenes sagradas del Belén en miniatura, con sus animales, pastorcitos y ángeles. En su centro la virgen y el niño junto al buey y la vaca.  

En aquellos tiempos había un fenómeno que se llamaba el día del pago. Los obreros de la caña y del café debían reunirse para cobrar su jornal. Se pagaba en efectivo y se ponía todo en sobrecitos. El mayordomo pagaba. Era los sábados. Los picadores debían bajar nuevamente de los montes a cobrar. Allí también estaba el bolitero. De vuelta el picador compraba su caneca. No recuerdo haber visto a mujer alguna en ese sabatino despliegue de vida económica.

En aquellos tiempos no había bancos por doquier. Sólo un grupo pequeño de colonos, comerciantes, médicos, farmacéuticos, ingenieros, etc. usaba los bancos y guardaba su dinero. Unos pocos tenian crédito. La gran población era arrimada y vivía del efectivo y del canje de productos. El coger fiao en los colmados era la gran economía del momento. Los mismos colonos de la caña y del café tenían también los colmados. 

La gran jerarquía familiar de la década giraba en torno a la tierra. Había toda un jibaría cultural con su propio estilo linguístico marcádamente diverso del hablar del puertorriqueño culto. Dos poblaciones nos distinguía a los puertorriqueños, quienes tenían dinero en el banco formaban una y quienes cobraban en sobrecitos formaban la otra.  Esa última caminaba a pie al pueblo a celebrar la navidad, la que acudía y hacía el lleno en la Misa de Gallo, la que se confesaba los primeros viernes de mes, la que escuchaba a los grandes predicadores en los tiempos de cuaresma.

El jíbaro debía caminar grandes distancias para estas celebraciones. Así también se conmovía y se arrepentía. Claro que los padres españoles y luego los redentoristas americanos que aparecieron para la década de los cuarenta hablaban un idioma casi alienígeno para ellos y también para nosotros los más pequeños. 

Recuerdo como ahora escuchar al Padre James Freeman (sacerdote Redentorista ubicado en la Catedral de Caguas) predicar desde aquella gran altura del púlpito. Sobresalía la silueta oscura de su sotana haciendo contraste con su blanco alzacuello y su perfectamente almidonado roquete. Recuerdo su estatura, su interesante acento, su solemnidad. Entonces los eventos religiosos eran inspiradores de los momentos sagrados de la vida. Se sentía una mezcla de temor y recogimiento difícil de describir, pero definitivamente expresaban el gran misterio de la salvación que para nosotros venía cargado del temor de la condenación eterna. O te salvas o te condenas. 

La Navidad en transición

En fin, los cuarenta y luego los cincuenta y los sesenta fueron importantes periodos de transición religiosa. Ni se diga de la transición sociocultural y económica. El origen sagrado de la Navidad, parte de Jesús, un hombre nazareno sin abolengo sacerdotal y crítico de su propia religión. Por haberse transferido a Roma la secta creada por los seguidores de Jesús y ganarse el favor de Constantino uno de sus emperadores, el cristianismo se convierte en la religión de su imperio y la Navidad uno de sus ritos sagrados. 

El Papa se convirtió en el Sumo Pontífice y sucesor de ese imperio. Todo lo sagrado que tenía Roma pasó al Papado. Por la vía del Imperio Romano y de sus redes poderosas de comunicación y comercio (el internet creado por los césares romanos), el cristianismo logró expandirse hasta el extremo de convertirse en la religión de occidente. Fue el Papa quien decretara la cristianización de Puerto Rico vía España. Esta condición sagrada es la que marca los orígenes de nuestra cultura puertorriqueña, de nuestra Navidad.

La verdadera Navidad

Pero pienso que nuestra verdadera Navidad no fue la que vino por decreto, no fue la que se le impuso a los indios y a los esclavos y a todo el pueblo americano. La verdadera Navidad no fue ni es la oficial. Nuestra Navidad legítima usó esta oficialidad como vehículo. La verdadera Navidad, la del Evangelio vino como levadura, como germen benigno y contagioso, como lo fue el cristianismo legítimo. Venía escondido, metido en el pesebre arrinconado y olvidado de la historia. El cristianismo auténtico nunca ha sido oficial pero se ha valido de la internet oficial del imperio.

Mucho más disimulado aparece el cristianismo legítimo en la conquista de America. Sabemos que la historia de la conquista llamada cristiana nos habla del oro de nuestras tierras y de la esclavitud de nuestros indios y nuestros negros. El oro va con la esclavitud no con el cristianismo. Sabemos también que la conquista moderna de Puerto Rico es botín del Imperio. Siempre hay oro, pero también esclavitud. No es cristiana tampoco esta conquista. 

Pero hay un disimulado advenimiento. Jesús se develará siempre escondido en un pesebre. No creo que el cristianismo deba ser otra cosa que esa intimidad y simplicidad de la vida que viene con la verdadera Navidad. 

La naturaleza de todo lo que existe es inherentemente sagrada. La humanidad y la ciencia ha descubierto que la liberación, es decir la energía primigenia desde donde arranca todo lo que existe es también la misma fuerza evolutiva conductora del creciente progreso civilizador de la humanidad. Su belleza, su grandeza, su misterio reaparece en la profundidad de la misma naturaleza de las cosas y de la vida del planeta. Esta realidad mistérica es sagrada porque trasciende todo el conocimiento, porque trasciende la misma naturaleza de las cosas. 

Mi impresión es que el nacimiento de Jesus, es decir la Navidad, será siempre un memorial a la simplicidad de la vida. No podrá competir con la vida de los mercaderes del templo, ni con los grandes intereses, ni con las grandes excesos de nuestro mundanal hedonismo. Pero continuará teniendo una profunda vigencia. El cristianismo habrá de ser en el futuro el memorial de Jesús que representa lo más sagrado de todas las cosas pero expresado en la mayor intimidad, en lo más intensamente humano. No hay adornos ni decretos. En fin de cuentas Dios es amor y el amor lo trasciende todo.